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Onda Latina

sábado
20.Abr 2024
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La Academia de Idiomas PDF Imprimir E-mail
Escrito por John O'Kuinghttons   
22-Out-2008

El edificio de la academia de idiomas fue devastado completamente por los bombardeos de la guerra. Restaron resquicios de los niveles inferiores, ciertos  pupitres y tres de los doce mesones que alguna vez respaldaron a sus fundadores. De nada sirvió la cólera de los conservadores que al final del conflicto quisieron preservar la planta inaugural del edificio. Lo cierto es que muy poco sobró de los fundamentos. El tiempo, el terreno que cedía al silencioso avance de la grama, la cautela aprendida por los románticos del viejo tesoro confirmaron la necesidad de domiciliar una nueva área en una zona decidida por altos bosques. La tarea demoró poco más de treinta años. La porfía de los habitantes permitió que la nueva academia difiriera en un par de detalles de su arquetipo, detalles bautizados por el tiempo aireado que regalaba la posguerra. Había, por ejemplo, un amplio atrio con una inscripción solemne de las  víctimas de la agresión. Las cuatro entradas hospedaban placas memorables en sesenta y cinco lenguas vivas. Cinco años más tarde se podían leer en 132. Este aumento abrupto se debe a la convicción de los habitantes de que la paz se amoneda en conocimientos que solo pueden cursarse en las lenguas nativas de sus gestores.

La academia ahora la componen cinco pisos irregulares. Cada uno abraza veinte salas desiguales y un gran espacio destinado a conferencias e indagaciones. Hay un gran patio de naranjos con una cafetería que no excluye la venta de bebidas alcohólicas. La azotea resiente un leve declive para desaguar el peso habitual que dejan las lluvias. El sótano cubre el tamaño total del perímetro de la fundación. Algunos pocos conocen sus originales épicos y sus telas de nombres impronunciables. En un rincón no inferior a una cuadra descansan los escombros del edificio destruido. Esta preservación ha sido muy criticada. Para algunos no es más que un acúmulo de recuerdos impresentables. Para otros, para la mayoría dígase de paso, son el vestigio de un orgullo que añora renovarse.

Durante los primeros años, la nueva academia se dedicó a la enseñanza de lo que llamaron las lenguas comunes. Se trataba de idiomas practicados por un mínimo de noventa millones de personas y distribuidos en territorios de cierta influencia política y comercial. Estas actividades prescribían cursos semanales de doce horas distribuidas en tres días alternados. Al final de las lecciones se expedía un certificado que incluía los nombres de los profesores responsables y las calificaciones alcanzadas por el estudiante en cada semestre. Por muchas décadas pervivió el criterio de lengua hablada e influyente hasta que uno de los directores propuso que los cursos se extendieran a lenguas menos evidentes. Con esta iniciativa la academia cambió para siempre. Se incorporaron lenguas diametrales, improbables, algunas de ellas representadas  por un número de hablantes que no superaba la media centena. Las cinco plantas iniciales hubieron de ampliarse. En dos años el complejo conoció sus ocho pisos definitivos. Muchos de los idiomas más insólitos eran enseñados por gente cuya único mérito era ser nativa. No faltaron los oportunistas que usaron la enseñanza como mero artificio para un empleo estable. Forasteros, inmigrantes y hasta turistas ocasionales prestaron sus servicios en los primeros años de actividad. Pero la falta de método, e incluso el analfabetismo inescondido de muchos docentes, enseñaron que no era posible continuar con improvisadores. Se hizo una lista de las lenguas más solicitadas y se inauguró un curso de dos años versado en pedagogía de lenguas extranjeras y sicología.

La primera promoción de alumnos notó la diferencia. Con los años el desorden primario permitió encumbrar un curso especial. Se trataba de dos lenguas ejercidas respectivamente por un único hablante. Sus exponentes provenían de pequeños Estados rivales, exterminados en una larga secuencia de operaciones y secuelas depresivas. Una comisión de eruditos y diplomáticos visitó sus tierras y constató que ya no restaba nadie.

Los hombres remanentes consumían las mañanas en el dictado riguroso (ambos eran analfabetos) de frases que luego los especialistas transferían a conscientes descripciones gramaticales. Pese a la vecindad territorial, estas lenguas no se entendían, pero adolecían de una afinidad que tardó para ser desvelada. Era su mutua incorporación. Bastaba que en el curso de una entrevista uno de los hablantes soltara una frase para que el otro, sin entenderla, la admitiera en su idioma y no pudiera abandonarla. Un breve diálogo inconexo fue suficiente para que las lenguas se tornaran un híbrido incomprensible. Sometidos a un dilatado careo de semanas, los idiomas se habían inmiscuido completamente entre sí. Los hombres podían hablarlo sin baches ni vacilaciones, pero no podían acreditar la inteligencia de su sintaxis. Los especialistas notaron que no se trataba de una mescolanza arbitraria como suele ocurrir con ciertos bilingües adultos que llegan a perder su lengua materna y la lengua adquirida. Meses de pesquisa resultaron en la gramática de un idioma que nadie podía entender. Era una lengua simplificada, de sustantivos efímeros, sin tiempos verbales ni artículos y con una fonética de económicas consonantes. Algunos voluntarios quisieron difundirla. Otros quisieron proponerla como lengua oficial de un estado idealizado, regido por un gobierno de estadistas cultos y sin reelección.

Por simple curiosidad, las clases de esa nueva lengua, que por comodidad llamaremos A, se llenaron de afanosos aprendices que seguían minuciosamente el hospitalario sistema de una lengua que se podía dominar con cuatro meses de estudio. Comenzaron a usarla en los trabajos, en los patios escolares, en las declaraciones civiles, en los guiones de televisión. Pero con el  tiempo la lengua se tornó incomprensible hasta para las necesidades más domésticas de los usuarios. Los gramáticos recordaron la incompatibilidad inicial entre los dos hombres, y temiendo que el uso indiscriminado de A pudiese propalar una serie incontrolada de lenguas híbridas, prohibieron su empleo con un edicto que no hirió la susceptibilidad de los académicos. Quienes la aprendieron no la olvidaron. La ensayaban en sueños, en poemas escondidos, en las divagaciones solitarias que permitía el obstinado invierno de la región. Estos aprecios comenzaron a transgredir la ley, pues siempre había un intruso que podía oír un sueño hablado, o leer un poema exiliado en la entre página de un libro. Así se restauró la hibridación del idioma. La academia desatendió el peligro hasta que su director pronunció una frase incomprensible a uno de los auxiliares de limpieza. Alarmados, retomaron el edicto y acuciaron la pena de muerte sumaria a quienes fuesen sorprendidos  utilizando cualquier lengua sospechosa de hibridación.

No por temor sino por convicción la población acató la orden. Pasados los años, pocos recordaban la facilidad de esas gramáticas y con la muerte de los hombres que provocaron su germen, fallecieron también los idiomas.

Uno de los notados aciertos de la academia fue promover retos de aprendizaje. El primero consistió en la enseñanza de lenguas tenidas por imposibles de adquirir en ambiente artificial. Los especialistas concluyeron que en la tierra no pasan de cuatro los idiomas que no pueden ser aprendidos. El desafío fue anunciado durante los festejos del vigésimo aniversario de la nueva planta. Algunos tímidos entusiastas ocuparon un tercio de la capacidad difundida en la convocatoria. Los profesores, naturalmente, solo podían ser hablantes nativos. A poco andar se reveló la misma precariedad notificada en la época de las lenguas insólitas, pues ninguno de los instructores había cursado nunca una clase de metodología. Esta circunstancia es inadmisible para las lenguas tradicionales, pero no para estas novedades, justificaron. La dirección subestimó el oportunismo de los neo docentes y defendió que la virginidad universitaria era irrelevante.

Los cursos mantuvieron el mismo número de alumnos por unos tres años. Al cuarto comenzaron a declinar, pero no llegaron a debilitarse. Sucedió más bien lo contrario. Al cuarto, quinto y sexto año de enseñanza continua los cuatro cursos se consagraron en exactos veintinueve discentes. A los quince años de aprendizaje los alumnos no habían incorporado todavía los intrincados sistemas de concordancia ni las variaciones de los verbos irregulares. A los veinte persistían serias  dificultades de pronunciación vocálica. Aunque lejanas en la geografía y divergentes en la calidad de su literatura, las cuatro lenguas daban muestras de cumplir la sospecha de que nadie las podría dominar. A los treinta años los aprendices advirtieron que podían entender y leer sin ajetreos. A esas alturas los profesores habían ya adquirido grado por mérito y constancia, se habían versado en el comercio de sus literaturas e incluso habían comenzado a publicar artículos de su cultura. Pero el entusiasmo del reconocimiento pasivo de las lenguas dio muestras de desmayo cuando constataron que la precaria producción oral no había mermado con las décadas. De nada sirvió el lustro inmersión gastado en los países oriundos. Al regresar, dos alumnos cumplieron la promesa del día del embarque y desistieron del aprendizaje. El director conminó al resto a prevalecer y les recordó que esas lenguas estaban ahí por desafío. No hubo más abandonos, pero tampoco se repitió el encandilado ánimo que traspasó los primeros años de la iniciativa. Dos de los primeros docentes murieron a los cincuenta años de curso. Los reemplazantes portaban la experiencia metodológica trajinada en rigurosos talleres que la academia impartió en las ciudades natales. Los nuevos recursos airearon las muy visitadas maneras de hacer repetir versos funestos y diarios anquilosados, oír locutores afectados en situaciones de cortesía fabulosa o disertar sobre supuestos temas libres que irremediablemente desembocaban en curiosidades étnicas o en culinaria. Pero estos progresivos avances no irguieron el curso. Tras cincuenta y siete años de disciplina, los alumnos comenzaron a encarar las clases como una forma del silencio. Ya no oían la prosodia que en otros tiempos los destemplaba, ya no se esmeraban en el interrogación de la gramática que los apuntaba. A los sesenta años habían roído definitivamente la dificultad de los mil trescientos sufijos que alteran a verbos, sustantivos y adjetivos. Cinco años después, el director divulgó la noticia de que el curso se daría por cerrado el año entrante. Pocos recordaban el motivo inicial de la empresa. Tuvieron que buscar en un archivo de la biblioteca el programa íntegro de los cuatro cursos. Quienes lo redactaron dejaron en abierto el tipo de evaluación que se aplicaría, pues no podían prever cuándo ni en qué circunstancias las clases habrían de acabar. Por unanimidad, los profesores declararon que no habría pruebas de clausura y pidieron a los remanentes que hicieran gala pública de lo que habían adquirido. Los ancianos no quisieron demorar con el letargo de los discursos. Prefirieron comentarios económicos sobre la vida en los cuatro idiomas ostensivos. Lo hicieron pausadamente, pero con tristeza. A esas alturas sabían que cualquier nativo advertiría su origen, pues la rispidez de las consonantes, la colocación de los adverbios de modo, la imposición de omitir los sujetos impersonales, las secuencias inimitables de vocales nasales  no fueron limadas por la abnegación.

La academia fijó en un frontispicio el nombre de los cuatro idiomas que nadie que no haya nacido en sus dominios podrá llegar a hablar nunca.

Por la salida sur de la academia se pueden ver tres salones contiguos y de estrecho espacio cuyas puertas azules han sido selladas con plomo. Una opaca ventanilla deja adivinar un interior frío y silencioso. Hubo períodos en los que las autoridades, conmovidas por la curiosidad ajena, autorizaron visitas guiadas y comentadas. No es su revelación física lo que se impone (hay piedras blancas, fotos de familia, verdosas piezas de pan, cruces de diferente porte, plumas endurecidas, jirones de cortinas...) Las habitaciones tienen un germen harto más ponderable que su contenido. En ellas residieron ‘las mujeres del sur', como las bautizaron cuando llegaron en busca de trabajo en los inicios de la remodelación. Eran vistosas y gentiles, podían hablar sin baches de astronomía, leyes, poesía y escultura. Estas dispersas habilidades les habían granjeado la envidia en sus ciudades. Todas hablaban lenguas conocidas, pero se presentaron (por aquellos años los sucesivos directores de la academia apostaban en la enseñanza de novedades) como las únicas exponentes de un idioma que ellas mismas habían inventado. Se trataba de una lengua muy simplificada. Su gramática  desconocía de artículos, los sustantivos y adjetivos se reducían a catorce; los verbos no pasaban de treinta y para indicar los tiempos se recurría a tres formas adverbiales que equivalían al presente, pasado y futuro. Mucho de lo que la gramática limitaba lo compensaban premeditados y precisos gestos que en la hoja escrita se reproducían con trazos en forma de pincel, nube y sortijas. El director de la época las contrató en seguida, y les dispuso los muy recientes salones de la salida sur. Al principio, las matrículas fueron exiguas, pero la apropiada divulgación de los alumnos que acababan el curso en menos de un año permitió atestar las aulas y adscribir un sistema de reservas. Las clases fluían en una suerte de digresiones de todo tipo. La formación de las maestras les permitía pasear por la descripción de los astros, la conjunción de las estrellas, las constituciones de los estados, la historia de las estrofas en occidente. Pero no eran esas disertaciones lo que sedujeron a los pocos que presenciaron el prodigio. Era una experiencia que primero surgió como una jugarreta. Las mujeres del sur habían concebido un idioma cuya sencillez se compensaba en su capacidad para tornar en materia lo que se pronunciaba. Si una de ellas decía, por ejemplo, ‘martillo sobre la mesa', dos horas más tarde se podía encontrar un martillo sobre la mesa. Ese era el tiempo que tardaba el paso de la dicción al cuerpo. Estas palabras (recordemos que el idioma era pobre de sustantivos) se podían reducir a una sola expresión o a una expresión de expresiones. El secreto era dictarlas de una forma que nunca ningún pupilo llegó a dominar. Se decían de una vez, como en un suspiro. Siempre se dejaba extender el último sonido. Las mujeres habían determinado el tiempo riguroso que estas enunciaciones se debían prolongar. Por ejemplo, traduciendo a nuestras palabras, la clave para producir una manzana era ‘manzanaaaa', pero no ‘manzanaaaaa'. Estos imperceptibles errores impedían la transición. Evidentemente, ninguna de ellas reveló a nadie cuál era el cómputo de tiempo exacto que se necesitaba para recrear algo. Cuando lo supo, el director vio con recelo y temor estos atributos. Imaginó una academia, y hasta un país, poblado de cosas aleatorias, promiscuas, y concibió con horror el dominio que aparejaba un don así. Lo que ignoraba es que ese idioma solo podía ejercer sus poderes cuando era articulado ante doce personas voluntariamente dispuestas a aprenderlo. En otras circunstancias no era más que un modesto puñado de obviedades. Sin anunciarlo, el director mandó a pintar las puertas de azul y divulgó individualmente el plan de despido. Las mujeres no volvieron a encontrar nunca las variables que permitían el ejercicio de su atributo.

Desde su remoción, la academia de lenguas no ha cerrado nunca. En ella no solo se ha ensayado la docencia de lo evidente, lo necesario y lo secreto, también ha sido generosa en simposios, congresos y charlas distendidas entre gente que no busca más que un esparcimiento sin consumo. Es probable que algún día se apaguen sus esmerados laboratorios y sus pizarras verdosas sean vendidas para alimentar el fuego de otra guerra. Ha habido sugerencias mal recibidas sobre la apertura de sucursales en otras ciudades,  y aun en otros países. Es unánime la opinión de que la academia de idiomas, con sus salones vidriados, sus depósitos intransitados, sus naranjos, sus aulas selladas por el miedo, su recóndito cuarto piso destinado a estudios de lenguas impronunciables y a estudios de estudios de lenguas impronunciables, no admite una réplica.

Los golpes de estado ni la efímera saña de los militares han roído su prestigio.

En la altura de la floresta que la hospeda, la instalación continúa arrostrando las circunstancias.

John O'Kuinghttons é chileno e mora no Brasil há mais de dez anos. Foi professor de Espanhol na PUC-SP e na USP. É escritor com vários livros publicados.
 
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