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Onda Latina

quinta
18.Abr 2024
Medea Ytampé PDF Imprimir E-mail
Escrito por John O'Kuinghttons   
29-Mai-2008

Cerca de Horqueta, en una nubosa mañana de octubre nació la tercera hija de Don Celestino Ytampé y Doña Misaura Linares. La llamaron Medea, nombre vistoso que alguna vez alguien dejó escapar en una riña de la periferia de Asunción. Creció como todas, vigilada con atenciones de campo y educada a base de recuerdos antiguos. Don Celestino confiaba que esas memorias eran un sucedáneo de la prole masculina que en su familia nunca quiso darse. A veces lo atormentaba la nostalgia, a veces lo asistía cierta felicidad al recoger los sonoros comadreos publicados por la calma vespertina.

Don Celestino envejecía; comenzó a reconocer y a admitir sin alarma el declive y el agosto del ancho cuerpo. En un regreso a casa olvidó la dirección y fue a parar a una escuela abandonada que lindaba con un barrio ajeno. Tuvo suerte de que un mocoso lo reconociera y lo devolviera al camino. Desde entonces prefirió no salir. Se encerró como un preso y ahí dejó que la lucidez inconstante le impusiera visiones y lo obligara a iludir el extraño olor de la muerte. Lo cercó el hábito de la previsión. Pasó a renegar de obsesiones pasadas y a prohijar temores recientes. El peor de ellos fue el porvenir de sus hijas. Los claros de la memoria lo debatían en la promiscuidad de aciertos y fracasos. Cuando reconoció que las cifras, lugares y nombres lo alienaban, tramó una salida con su esposa. En ese mundo midieron la vida del campo, la ciudad, el escaso talento en los negocios. Pensaron en la emigración, pero por mucho que urdieron, aprobaron y descartaron no pudieron ser unánimes. Al fin los dominó lo irremediable: el destino de sus hijas era casarse con algún señorito de la ciudad. Esa noche las reunieron en la única pieza que sorteaba el calor de enero y les revelaron la decisión. Las jóvenes oyeron en silencio y se encerraron a llorar el anhelo impuesto. Por la mañana, una de ellas comentó su sueño: Bordábamos una cortina. Una joven bien vestida se marcó en la puerta de la sala. La miramos con cuidado para tratar de entender los gestos: la instrucción era que debíamos llenar una caldera con agua hirviente y ahí arrojar vivo a nuestro padre para que fuera eterno.

Lo que angustió a las hermanas fue saber que todas soñaron el mismo sueño.

Cuando la mayor se mudó a la capital, los Ytampé quisieron creer que se trataba de un designio y pergeñaron cuanto pudieron para que las otras siguieran la misma suerte. Desde entonces Doña Misaura retomó relatos perdidos, les confió poderes de yerbas, detalles de arpillera y las obligó a memorizar un vocabulario poblado de refranes y pudores.

Años después las otras también se desposaron y emigraron a la urbe. Los padres se mudaron a Horqueta, montaron un bolichito de verduras y ahí, entre visiones funerales y achaques progresivos, se quedaron para ver el desenlace de la mutua compañía.

Tal vez por desidia, Medea Ytampé no acogió el apellido del marido, un oficial bisoño de carrera promisoria que ansiaba peregrinar por las ruinas del Tahuantinsuyo y escribir sus memorias antes de los cincuenta para distribuirlas en ejemplares gratuitos en pulperías y locales de la frontera. En cuatro años y medio, Medea concibió a los niños que sellaron el matrimonio. El primero celebró a don Celestino; al segundo lo llamaron Valerio. Tienta suponer que los hijos prologaron una vida que no sería holgada, pues a poco andar confirmaron que el sueldo no cerraba el mes. De lo que hicieron en esta época no se sabe mucho. Quizá aligeraron apremios con trabajos en granjas y fundos contiguos. Quizá la inopia dejó sus claros, como obliga a creer una alcancía rota que se encontró en el patio de la casa a los quince años del fin de la guerra.

Un día, alguien soltó un rumor. Medró de tal manera que en poco tiempo se tornó verdad. En contubernio con Uruguay y Brasil,  Argentina le había declarado la guerra al pueblo paraguayo. Al principio, los diarios promovieron consignas xenofóbicas y patrióticas que blandían el triunfo del Estado sobre el analfabetismo. Cuando los venció la realidad, eliminaron los embates y ocuparon las páginas para dar consejos de avituallas y rutas de escape.

Un jueves, Medea midió a su esposo saliendo de la ciudad con un morral cosido por Doña Misaura y una bayoneta mal bruñida colgada del hombro derecho.

Cuando las tropas tomaron Asunción, Medea escapó con un niño en cada brazo y un amasijo indefinible amarrado a un poncho. Tras muchos escondites, halló guarida en la falda de un cerro parecido al que después abrazó el cuerpo de Solano. Al llegar, los vencedores encontraron una variante de la agonía: dispersos a lo ancho de una cuesta una horda de mujeres llorosas y niños moquientos clamaban arrodillados por sus económicas vidas. Algunos soldados se rieron. Los que tuvieron lástima recordaron que se trataba de enemigos, y apuraron una orden: Váyanse ahora mismo a la ciudad, a ver si encuentran algún machito que las alimente.

La advertencia era un augurio. Asunción se había transformado en un numeroso y silente cementerio sin lápidas. Las casas humeaban entre rescoldos y los cadáveres presidían el patibulario aspecto de las avenidas inmóviles. Las tropas habían legado un reguero de escuelas y edificios saqueados, deformados a bala y rayados a tizón con lemas y consignas afrentosas en inglés y castellano. Quedaron también los árboles rendidos en las calles, las improvisadas paredes de ejecución y el negro rastro de unas fogatas que tendían a declinar.

En la tenebrosa calma, Medea entendió que debería inventarse una esperanza, un pretexto para no morir. Pensó en los hijos, en la lejana y acaso improbable vida de sus padres... Lo imposible de cruzar un país soterrado la obligó a reducirse a planes inmediatos, una chacrita, unos animales, la periferia menos maltratada.

Pasaron dos años completos. Un agotado viernes de marzo distinguió a lo lejos la silueta inconfundible, esmirriada y maltrecha de su hombre. Aníbal había envejecido a la fuerza. Una cicatriz amoratada le escribía el rostro, y aunque cojeaba de un pie, su marcha era segura. Tras el abrazo interminable y las promesas de eternidad, la familia se sentó a la mesa a departir un pan aserrinado y una vasija de leche con recuerdos de miel. La noche la poblaron relatos y resquicios que omitían el sufrimiento hacinado por la espera.

La ausencia no había desgastado en los niños el afecto por ese hombre que poco los miraba. Lo abrumaron a preguntas, cuentos y abrazos. Con cierto ajetreo, Aníbal pidió que se arrellanaran para historiarles su vida en el frente. Entonces supieron que pervivió por un escondite hallado en las lindes del antiguo país. Cuando lo apresó el enemigo, se rasgó la ropa y disimuló el acento con destreza tal que lo juzgaron paisano y lo enviaron a un depósito estrecho a bruñir fusiles. Una noche logró evadirse. En la carrera se lesó  el tobillo y se rajó un ángulo de la cara. Con suerte irrepetible arribó a un acampamento paraguayo.

El relato de Aníbal lo plagaban argucias de truhán, trucos de pillo, escapadas nocturnas y confidencias de ventas de códigos militares. Habló con inexplicable sorna de su habilidad para canjear municiones y traficar aguardiente en pueblos asfixiados por el mercado negro. Su historia no cifraba proezas, alarde patriótico ni lemas libertarios. En un solo y largo día, Aníbal le había dado a Medea la mayor de las dichas y la peor de las  decepciones.

Una tarde, cuando cedían al lento tránsito del verano, Medea lo enfrentó: ¿Conociste otras mujeres?  Aníbal,  como si ansiara la pregunta, definió la respuesta: Una que otra, y para que no se desmoronase, agregó: nada importante, monita.

Medea sintió que esas pocas palabras tarjaban de una vez su pretexto para no morir. Su marido estaba ahí, petrificado por el ocio, soltando virutas de humo, chasqueando monótonas tonadas de burdel. Y de improviso vio todo como en un resplandor: un sujeto pusilánime; la muerte de sus padres; la memoria sin herederos; las ruinas; el hambre. Le restaban sus hijos, las hierbas, la arpillera, unas canciones, un mundo previsible y despojado en una ciudad poblada de fantasmas recientes. Se acabó el amor - pensó.

La mañana del cuatro de abril, Medea saludó a su esposo con un frío pero sincero beso en la mejilla. Preparó dos jícaras de leche, ordenó las camas y cerró con aldaba la ventana que daba a la calle.  De un cajón tomó una daga imperfecta. Luego llamó a los hijos y se perdió en la verde y polvorosa realidad de los matorrales.

John O'Kuinghttons é chileno e mora no Brasil há mais de dez anos. Foi professor de Espanhol na PUC-SP e na USP. É escritor com vários livros publicados.

Atualizado em ( 29-Mai-2008 )
 
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