Llegué a 'El Código da Vinci' antecedido por la omnipotente publicidad que se encargó de transformarlo en un best-seller mundial. Lo cursé sin enfado. El libro fue pensado para agradar: capítulos cortos, suspenso continuo, ficción visual, enredo controverso. En algún momento, lo confieso, me sorprendí con algún comentario, pero nada más. Este libro conoció, creo como ningún otro, una nutrida cohorte de textos que pretendían dilucidarlo. Al tiempo, surgieron DVDs, documentales, simposios, charlas, conferencias, y una esperada versión cinematográfica. Ese frenesí, como todo el frenesí programado en una sociedad de consumo, ha mermado, y creo que mermará hasta su total extinción. El libro de Brown es un libro olvidable. Gusta de polemizar, de zaherir. El libro de Kazantzakis no conoció la misma repercusión. Sé que son pocos los que han explorado sus páginas (de la controversia se encargó una película que el decoro de las autoridades chilenas se opuso por quince años a exhibir).
Mucha gente discutió sobre María Magdalena, Jesús, el Opus Dei, el Vaticano, Da Vinci, los Templarios, y quisieron declarar que Brown había urdido un documento.
Pero no advirtieron que el inédito exégeta no pasaba de un autor forjado para vender, y que todo escritor tiene la prebenda de escribir sobre lo que se le antoje.
Don Quijote supuso, o le convino suponer, que las hazañas de sus libros eran justas y elocuentes. Quien le atribuye a 'El Código da Vinci' una potestad allende la mera ficción no difiere del ánimo con que Martín Quijada adhirió a la caballería en aquel anónimo recanto de La Mancha.
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